El amor hacía milagros.
Se encontró
guapa, perfecta. Y no era una ilusión. No perdió demasiado tiempo mirándose a
sí misma. Ya había tomando la primera gran decisión de su nueva vida. Primero
se puso la ropa interior; después escogió unos pantalones cortos y raídos por
el muslo. Finalmente cogió uno de sus viejas blusas, apartadas y olvidadas, que
dormía su retiro en el fondo del armario. Una blusa que había sido su favorita,
con un escote que en su momento había alarmado a su padre u a su hermano mayor.
Un escote en forma de pica.
Respiró con fuerza llenando los
pulmones de aire, antes de volver a mirarse al espejo. La cicatriz asomaba por
el vértice del pico y ascendía casi hasta su cuello. No parecía dramática como
viéndola en su totalidad, pero sí si anunciaba el camino de la realidad, era el
testimonio de todo un grito silencioso que ya no quería ocultar.
Y le pertenecía. Esa cicatriz la
acompañaría el resto de su vida.
Su vida.
Sin ella habría muerto, así que
no era el recuerdo de un horror, sino el recuerdo de una supervivencia.
Ya no se echó atrás. Buscó las
zapatillas y se las calzó sin necesidad de agacharse, completando así su
atuendo estival. Salió de la habitación y caminó hasta la cocina para buscar
algo que desayunar. Era sábado, así que su padre estaba en casa. Fue el primero
en verlo, en darse cuenta. Ella se percató de ello, pero fingió ignorarlo. Lo
mismo hizo con su hermano cuando el silencio de su padre le obligó a mirarla. Actuaba
con normalidad y lo único que pedía al cielo era que no le hicieran preguntas.
Se sirvió los cereales y los bañó en leche.
Su madre se giró con al cafetera
en la mano. Se encontró con las miradas de su marido y de su hijo.
Entonces vio la cicatriz, el
escote.
Pero por encima de todo, la vio
sonreír y comer con buen apetito.
Algo que hacía tiempo que no
veía.
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