domingo, 17 de febrero de 2013

Cosas que te hacen recapacitar.

Y ésto es un claro ejemplo de cómo se pueden superar las cosas, que después de una operación no has muerto, y no lo debes recordar como una mala experiencia, si no como algo que te salvó la vida, por lo cual ahora estas viva, y puedes escribir cosas como esto que puede leer la gente. Y es que muchas veces hay que llegar al extremo para darnos cuenta de lo que vale una vida, una sonrisa.
Cuando leí este capítulo me enamoré y creo que nadie debía quedarse sin saber la historia de esta adolescente.

Capítulo Veintiocho, Donde esté mi corazón.

Salió del baño metida en su albornoz, sólo por si se encontraba con alguien de la familia en el breve trecho de tres pasos que separaba la puerta del lavabo de la de su habitación. No se tropezó con nadie y, al sentirse de nuevo a salvo, se lo quitó y lo dejó caer directamente al suelo. Completamente desnuda, se miró en el espejo.
El amor hacía milagros.
Se encontró guapa, perfecta. Y no era una ilusión. No perdió demasiado tiempo mirándose a sí misma. Ya había tomando la primera gran decisión de su nueva vida. Primero se puso la ropa interior; después escogió unos pantalones cortos y raídos por el muslo. Finalmente cogió uno de sus viejas blusas, apartadas y olvidadas, que dormía su retiro en el fondo del armario. Una blusa que había sido su favorita, con un escote que en su momento había alarmado a su padre u a su hermano mayor. Un escote en forma de pica.
Respiró con fuerza llenando los pulmones de aire, antes de volver a mirarse al espejo. La cicatriz asomaba por el vértice del pico y ascendía casi hasta su cuello. No parecía dramática como viéndola en su totalidad, pero sí si anunciaba el camino de la realidad, era el testimonio de todo un grito silencioso que ya no quería ocultar.
Y le pertenecía. Esa cicatriz la acompañaría el resto de su vida.
Su vida.
Sin ella habría muerto, así que no era el recuerdo de un horror, sino el recuerdo de una supervivencia.
Ya no se echó atrás. Buscó las zapatillas y se las calzó sin necesidad de agacharse, completando así su atuendo estival. Salió de la habitación y caminó hasta la cocina para buscar algo que desayunar. Era sábado, así que su padre estaba en casa. Fue el primero en verlo, en darse cuenta. Ella se percató de ello, pero fingió ignorarlo. Lo mismo hizo con su hermano cuando el silencio de su padre le obligó a mirarla. Actuaba con normalidad y lo único que pedía al cielo era que no le hicieran preguntas. Se sirvió los cereales y los bañó en leche.
Su madre se giró con al cafetera en la mano. Se encontró con las miradas de su marido y de su hijo.
Entonces vio la cicatriz, el escote.
Pero por encima de todo, la vio sonreír y comer con buen apetito.
Algo que hacía tiempo que no veía.